“La vida es una serie de Muertes y Resurrecciones”

Romain Rolland

Ernest Hemingway, el escritor de atractivo universal  fue premio Nobel de literatura (1954). Había nacido en Oack  Park,  Illinois el 21 de julio 1899.

No puede eludirse en esta redacción una mención honorífica a este personaje. Un hombre al que la proyección radiante, entálpica, de la Tauromaquia  debe muy mucho por su intenso impulso como escritor de reconocida universalidad.

Como Theophile Gautier el insigne escritor  francés del siglo XIX que se cita  más adelante a propósito de la descripción sorpresiva del ambiente de la Corrida, fue un enamorado incondicional y gran defensor, por su sagaz intelectualidad, de la Fiesta.

Dio – en palabras de Miriam B. Mandel –  a conocer al mundo entero  la Corrida, con toda su polémica de peligro, dolor, esperanza y grandeza, que le había  proporcionado tanto  placer y tanta materia literaria”.

Su detallado y extenso mensaje escrito tan aceptado por medio mundo, es por sí, por su desnudez, demostrativo del relato en la novela veraz. Por eso en el discurso taurino emplea un lenguaje desprovisto de la fantasía, de los adornos o de exageración. Un contexto siempre carente de figuraciones tangenciales,  incluso de epítetos, cimentado tan solo en el prodigio de la enorme fuerza expresiva de la Tauromaquia de aquel tiempo, interpretada a través de su visión de la Corrida que  mostraba de forma a la vez crítica y pasional, a veces excesivamente descarnada.

Hemingway rebelde con casi todo su entorno, en su faceta de literato ponente, fue ejemplar como un nuevo Cristóbal Colón descubridor de aspectos  muy singulares o desapercibidos de nuestras vidas a los que emergió como representativos, como genuinos de nuestra cultura. Los puso de relieve  incluso para todo el horizonte hispánico influido, sin duda, por su condición anglosajona más curiosa y perspicaz aún, en el caso de la Tauromaquia.

Cazador, aunque no muy marinero, sin embargo fue también, en sus continuados relatos que llegaban como mareas, un Magallanes, otro  candidato al primum circundedisti me  en sus periplos circadianos por la embravecida Mar Océana de la Tauromaquia, tan emocionante, tan apasionante para él.

Su intrépida dicción era un rasgo  filial a su personalidad. Había surgido su personalísimo carácter como cincelado por la contemplación de la adversidad y  por sus recuerdos románticos, para él impactantes, de su niñez.

Hubo en su mente como una perseguidora sombra imaginaria pendiente de alcanzarle. El suicidio de su padre sería la silueta premonitoria de su trágico final. Un recuerdo posiblemente recurrente como los otros negros vividos como corresponsal en la guerra. Todo un trasfondo de contradicción en lo  afectivo, en su yo, que larvadamente existiría  y al que contenía, puede ser que sin saberlo, con medicinas emocionales.

La Fiesta de los Toros,  como la buena gastronomía, como las compañías de élite, fueron el complejo placebo para la necesaria terapia de mantenimiento, auto-prescrita, contra las apariciones de los sombríos recuerdos. De  esa especial medicación galénica, que como remedio tal vez  él suponía,  era dependiente para continuar día a día  su relación social tan profusa.

A esta forma de humanidad, a su fuerza para vivir, unió como recurso personal innato, la intuición de lo atrayente por descubrir. Para ello, como mejor horizonte puso rumbo a la aventura yendo impulsivo  hacia los espacios mundanos que proyectaran  intensos vectores emocionales y que, además, fuesen atractivos fuertes  para su muy singular narrativa. Contumaz en su prosa, para hacerlos atrayentes los perfiló, los elevó a inéditos al multiplicarlos  por su factor personal, la arrogancia, y como contraste para siguientes descripciones en su continua y original literatura taurina, por más arrogancia.

Una miscelánea literaria que surgió en aquella época como desconocida o al menos como muy renovada para sorpresa sobre todo de mentalidades anglosajonas que se interesaban vivamente por los relatos palpitantes, a veces descarnados,  del entonces nuevo descubridor del  costumbrismo español. Un escritor de moda que de forma un tanto juvenil ofrecía, desde sus crónicas, otra veracidad que la distinguía, muy mucho, de las de anteriores o coincidentes escritores compatriotas  viajeros por las Españas. Distinta, porque ellos eran mayores, menos capitanes intrépidos que él en aquella  época dura y  faltaron a los otros lugares del territorio ibérico que como corresponsal de todo, asiduamente visitaba.  Un país que recorrió entero y en el que se sentía tan privilegiado que llegó a amarlo con  toda sus fuerzas. Todo le complacía, su cultura, sus tradiciones, sus gentes: “Después de mi país es ésta la tierra que más quiero en el mundo.”

Como escritor afortunado halló lo que con añoranza buscaba: Vivir la representación de la vida por la muerte y su inversa, para contar a otros este drama con el que había estado, desde su infancia,  gradualmente familiarizado…  la frase de Romain Rolland le parecería  de etiqueta.

La Corrida, el Toreo, como mística coreografía de pre-tragedia, le deslumbró. Inútil buscar ni encontrar otra suerte con la que relacionarse porque…  las demás situaciones son accesorias  frente al conflicto vivo entre la vida y la muerte, lo más esencial por trascendente.

Desde su altura crítica y autoritaria – manu militari – fue por así decirlo, inquisidor converso de la Tauromaquia nombrado por sí mismo.  In misericorde con quienes, de una u otra forma, se opusieran a su reiterada tesis del Toreo que debía ser un constante e inevitable  desafío: la vida o la muerte, su premisa ineludible y  de la que haría un radical juramento  para  la lidia, para los toreros,  sine qua non. Lo anunció, mejor lo advirtió, desde un principio: “Ante todo, en esto,  la verdad”.

Ese  “Primum veritas” que preconizó y exigía como formal promesa torera, las más de las veces, al juzgarla incumplida, condenaba sin apelación posible, si no al destierro sí a la reprobación por superfluo, por añadido, a casi todo lo demás de la Fiesta. Incluso alcanzó su  castigo a las maneras perfeccionadas – para él perfeccionistas – del toreo, cuyas formas armónicas o estilizadas censuraba como encubridoras de los trances a los  que restaban temeridad.  Quería que la lidia que él presenciara lo mantuviera en vilo constantemente. Quería más y más  tiempo de emoción que de toreo de arte.

Como gran inquisidor  taurino fue crítico in misericorde con sus propios compañeros de profesión y ni que decir tiene que con la gran mayoría de los toreros. Lo fue incluso  con la bella naciente ejecutoria de José El Gallo al juzgar que su torerismo no cumplía la lidia seca, a pecho descubierto,  que la verdad del toreo exigía y que él  quería preservar o imponer. Como encarnado Capitán de la Legión – debió  al menos, habérsele nombrado Caballero legionario –  imperativo mandaba silencio y ordenaba arrojo. Hizo suyo el Credo del Tercio,  vigilando siempre que se cumpliera el décimo mandamiento de cada soldado: El Espíritu de la Muerte (7) por el que a muy pocos toreros salvaba, entre ellos sí,  a su predilecto, el valentísimo  Maera, su espada sargento, su vicario en el ruedo para quien otorgó como mayor dignatario de su fe, llegada su muerte, su  reconocimiento y autoritario beneplácito: “I. M. T. G.”  (In maiorem Tauromachiae gloriam).

Gracias a la Pan-Am Ernesto era incansable en acudir cada año con sus citas en España: De Nueva York a la Habana. Aquí su pluma y  cuartillas,  sus  Partagás y Daykyris, para seguir días después su recorrido: Desde la Habana a Madrid. Desde Madrid  a Pamplona y… ¡San Fermín  que no falte!

Eran pues frecuentes  sus idas y venidas a España. En  sus estancias en nuestro país,  especialmente en su última etapa, vivió jubilosamente con sus amistades toreras, las de mayor altura, Luis Miguel, Antonio Ordóñez, Orson Wells… que siempre le esperaban. En una de ellas estuvo en Granada en mi época de estudiante de diecisiete  años, cuando comenzaba mi segundo curso de Universidad.

Se coincidía con él en una bar muy peculiar, El Cortijo de las Cruces, al  principio de  la calle Recogidas muy cerca de Puerta Real,  donde Manolo “el de Loja” su propietario, había  adaptado un espacio tabernero singular, una especie de bar granero con las originales y coloristas cortinas de la Alpujarra, donde pacas de paja, haces de cañas y pájaros sueltos – más de una docena de gorriones – se confundían con mostrador y mesas, y donde un chubesky como chimenea central era improvisado fuego para asar los típicos chorizos al infierno de los que dábamos buena cuenta con pan de Alfacar y con vino de la provincia, de la Costa o de Albuñol.  Por allí anduvo Hemingway (esos días de 1959) atraído por tanto tipismo, tan buen vino servido además  en jarras de Fajalauza, tan sabrosas viandas y de postre, la Corrida.

En el cuadro de honor del Cortijo de las Cruces, en el muro lateral, que era una especie de tablón para celebridades,  en todo su centro, se colocó la recientísima fotografía del ya famoso escritor echándose un pulso con el dueño Manolo y porque era  don Ernest  el cliente de “más clase”. El elegido  para prestigio de la casa.

Tal fue  su fama mundial que  sus libros fueron traducidos a numerosos idiomas (Muerte en la tarde,  lo fue al francés, alemán italiano,  sueco, danés,  finés,  noruego y por supuesto al castellano).

Su producción literaria comprendía las narrativas de una amplia temática incluyendo el paisaje africano. Entre otras novelas conocidas, Fiesta, Adiós a las armas. Por quien  doblan las campanas (fue escrita en 1940  sobre la guerra civil). El gato en la lluvia, Campamento indio…

En el prólogo de Muerte en la tarde Miriam B. Mandel redactó su semblanza de la que extraigo algunas notas  biográficas (8).

Casi en estos días  se ha dado a conocer un manuscrito desconocido: “Una habitación al otro lado del jardín” (1950).

NOTA:

(7) El Espíritu de la Muerte: El morir en el combate es el mayor honor. No se muere más que una vez.  La muerte llega sin dolor y el morir  no es tan horrible como parece. Lo  más horrible es vivir siendo un cobarde.

(8) Perteneció a una familia de clase media conservadora próxima al puritanismo donde creció ciertamente influenciado por sus padres.  Su madre había sido profesora de piano y su padre médico ginecólogo quien también  se suicidó. De niño se acostumbró a vivir la naturaleza en su otra casa de Upper Michigan a la que echaba de menos cuando habitaba la gran ciudad. Fueron sus amigos los que  le hablan  del tipismo de España y de las intrigantes Corridas de Toros  en su círculo de amistades.  En especial el pintor Mike Strater, la escritora Gertrude Stein  y Alice B. Toklas.  Como  los demás eruditos en Tauromaquia, también Ernest Hemingway extendió su admiración por el resto de las  artes, de las que la escena taurina, por su emocionante y dinámica proyección creativa es inseparable. Tuvo una muy amplia biblioteca de tratados tauromáquicos con raros ejemplares y también  poseyó una colección pictórica de relieve. Entre los títulos de sus obras más destacados, “El Toro de lidia de Bellsolá”, “Relance y toros celebres” de  José Corralero  y Gonzalo Borge,  la  pintura de Juan Gris  “El torero” y “Toros”  de  Roberto Domingo y un largo etcétera. Fue lástima que no hubiera coincidido con “Juanito” su compatriota  filadelfino,  John Fulton, torero y artista.