En cualquier página de los libros de Tauromaquia cabe dedicar el mayor de los reconocimientos a la figura del Dr. Alexander Fleming.
La continuidad de la Tauromaquia, del Toreo hasta nuestros días, se debe incuestionablemente a esta personalidad científica que tantas situaciones de gravedad, incluso de extrema gravedad o tragedia ha salvado gracias a su descubrimiento, la Penicilina.
En la “Biología de la Corrida” cabe tal consideración de reconocimiento, no solo como una cuestión más, sino sin duda como la históricamente más trascendente para la Tauromaquia.
Merece Alexander Fleming que su extraordinaria aportación médica sea siempre recordada por el estamento taurino. Además, coincide para esta situación de agradecimiento, la sensibilidad profesional del autor atraído, desde su etapa de estudiante de Facultad, por el universo de la Microbiología como ciencia (96).

…En el siglo pasado y en el anterior, los partes médicos de las trágicas cogidas de los toreros eran escuetos. No podían ser de otra manera. Y más que sencillos fueron lacónicos. Agustín, el Conde de Foxá, se refería a uno de ellos: “Entró en la enfermería con algunos alientos de vida”. Esa “unidad de medida de la gravedad” lo significaba todo, más como presagio del desenlace que como diagnóstico.
La enfermería antigua de los toreros era muy deficiente. Hoy nos parecería ciertamente inapropiada por su instrumental y prácticas las más de las veces inadecuadas o contraproducentes y en las que regiría como recurso médico, la autocuración. Parece como si fuera de aplicación la frase de Romain Rolland, “La vida es una sucesión de muertes y resurrecciones”.
Era el tratamiento, se diría artesanal, de aquellas épocas de la medicina y cirugía donde la imprescindible asepsia (desinfección o esterilización), brillaba por su ausencia y donde el cuidado médico en el hospital, después del hilo de sutura y del lavado con algún antiséptico era bien simple: Gasas, vendas, esparadrapos e inyecciones de alcanfor. Y para reponer la sangre perdida, perfusiones de agua salina. Los famosos sueros Ringer.
La apasionante carrera de relevos: “Colorantes para curar”
El advenimiento de la desinfección como práctica previa y obligatoria a la intervención quirúrgica, fue un logro importante para los cortes o heridas abiertas gracias a las formulaciones antisépticas de Joseph Lister. Esas primeras formulaciones desinfectantes eran sobre todo líquidas, soluciones caústicas con la finalidad como efecto, de coagular u oxidar – con suerte se emplearía el “Licor de Labaraque”, una especie de lejía farmacéutica – la materia biológica, indiscriminadamente.
Más tarde, como nuevo progreso para la enfermería y para bien de los Toreros en particular, Paul Erhlich y Gerhard Domagk desde Alemania, ingeniosamente, contribuyeron a secuenciar un mejor tratamiento bactericida. Fue apasionante aquella “carrera de relevos” contra la infección microbiana (Treponema pallida): A la “Bala mágica”, la “606”, que se materializó en los revolucionarios medicamentos Salvarsán y Neosalvarsán cuando se buscaban colorantes de síntesis para la industria textil, el medicamento Prontosil alumbró el descubrimiento de las Sulfamidas.
Su mecanismo de acción farmacológica era ingenioso: El microbio era “engañado” con un “nuevo y letal nutriente”.
La enfermería y el hospital para toreros pudieron beneficiarse de los nuevos tratamientos farmacológicos que se mostraban extraordinariamente eficaces al utilizar en las heridas como “nutriente” lo que en realidad era un poderoso bactericida (“nutriente” y Sulfamida o, mejor, Sulfonamida, conocidas en todo el mundo como “fármacos milagrosos”, tenían estructuras químicas parecidas) cuando, como en un cuento de aventuras, se había partido con otro rumbo hacia la obtención de colorantes sintéticos, buscando el mejor camino para las tinciones de tejidos.
El antibiótico PENICILINA
A la época de las Sulfamidas, que por cierto vuelven con cierta frecuencia, como renovado avance, como recurso médico complementario, sucedió en una nueva era farmacológica, la era de los Antibióticos. Fue esta segunda “aparición milagrosa”, la de la Penicilina de Fleming (1928) cuya utilización, nada más conocerse, fue intensa en las enfermerías de las plazas de toros. Fueron aquellas Penicilinas, las Penicilinas G, la Penicilina procaína, de doscientas mil, de cuatrocientas mil, de un millón de unidades (U. I.) las más empleadas (incluso existieron dosis de tres millones de UI: PAM) y, evidentes y prontas las curaciones que su administración garantizaba.

En acto de reconocimiento, de agradecimiento, al descubridor de tan transcendental medicamento, al Dr. Fleming, cerca de la Plaza de Las Ventas de Madrid, se decidió erigirle un monumento para perpetuar su recuerdo (1964).
Las celebridades de la Tauromaquia, el mundo de la Tauromaquia, deben mucho, muchísimo al Premio Nobel de Fisiología y Medicina, a Sir Alexander Fleming sobre todo, pero también a esos cuatro hombres de Ciencia: Joseph Lister, Paul Erhlich, Gerhard Domagk y Karl Landsteiner (97) como investigadores pioneros que en el campo de la lucha contra la infección y la transfusión, le precedieron.
97) K. Landsteiner (1901) identificó los distintos grupos sanguíneos (A, B, 0… hasta seis).
Las “penicilinas” fueron entonces producidas masivamente, empleadas con espectaculares éxitos en la guerra europea y en la contienda del Norte de África.
* Texto extraído del tratado TAUROGNOSIA de Rafael de Lara
[1]. 96) Fueron excepcionalmente adictivas las magistrales clases teóricas y prácticas del Prof. Dr. D. Eliseo Gastón de Iriarte y Sanchiz, Director de Instituto Jaime Ferrán de Microbiología del CSIC, de la Universidad de Barcelona. Una coincidencia: Por recomendación del que fuera mi profesor, D. Eliseo, leí el apasionante libro “Cazadores de Microbios” de Paul Kruif y por mi también afición taurina inicié justo entonces una primera tesis doctoral: “Microbiología de las Plazas de Toros, posibilidad de asepsia”, interrumpida por necesidad. Como anécdota, que vendría al caso por su conexión con la ganadería brava, me permito citar. Refería el profesor Gastón de Iriarte un hecho desconocido y de significación inmuno-infecciosa. El Duque de Veragua, se ha citado anteriormente su mítica ganadería, viajó a América el día después de uno de sus cotidianos paseos con su caballo preferido. A su regreso después de un mes largo de ausencia, preguntó por ese caballo del que le dijeron había muerto. Su depresión fue suficiente causa como para que el virus rábico (en él acantonado durante ese largo periodo) adquiriera actividad por una consecuente baja de defensas; el Duque de Veragua también murió en unos días, por el virus que su caballo le había, después de tanto tiempo, trasmitido.

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